martes, 6 de octubre de 2009

Una/Dos


La noche había sido, como tantas otras, de un tenso desvelo. Para ambas, el transcurso de todas esas horas arrastradas fue más que doloroso. El llanto picaba contenido en la garganta, pero hubiera sido todavía peor quebrar el silencio.
El día apareció por fin en la ventana. Una recibió la tenue luz en los ojos crispados, indefensos, pensando en por qué mierda todo, en cómo su vida se había convertido en aquel infierno.
La otra amaneció con ojos llenos rabia contenida. En esos ojos, también confusos, la ira se hacía sin embargo determinación. Ella no había elegido ese camino y por más que la vida la había empujado a ese laberinto del que no encontraba salida, no iba a soportarlo más.
Ambas se levantaron de la cama mareadas de sopor y angustia. Todavía retumbaban en el aire los gritos, los insultos; se enredaban en la cabeza las imágenes de miedo, todavía ardía en el rostro la marca púrpura de esa mano hostil.
Caminaron silenciosamente por el cuarto, moviéndose como fantasmas en la pesada penumbra. A su alrededor, los rastros de la noche: ropas desparramadas, una botella de whisky, pedazos de dolor por todas partes.
Se vistieron en silencio y salieron, y mientras iban a través de toda esa ciudad, a través de toda esa gente que las veía y no podía -ni podría- reconocerlas como una y otra, ambas sentían como sus historias se cruzaban y fundían. Se confundían las lágrimas en las mismas mejillas. Las manos de una eran las manos de la otra.
A veces la realidad tiene esos giros. Tantas vidas que se cruzan allí afuera. Tantas vidas en una sola y esas multiplicadas haciendo miles más. Si no, cómo explicar las horas posteriores, en que seres desconocidos se encuentran, se desdoblan y se unen en uno solo, en dos. Se comprenden y no. Se guían o simplemente se empujan.
Cómo explicar si no es por esos giros que, horas después, ambas, juntas, estuvieran retrocediendo las mismas calles, subiendo nuevamente las mismas escaleras hacia el 4 A, al mismo tiempo; que hayan cruzado juntas la sala hasta el armario, hasta la caja donde él guardaba aquel revolver.
Ambas tomaron el arma y se dirigieron silenciosamente al dormitorio, asfixiado aun de alcohol. En el medio del cuarto, sobre la cama, él seguía durmiendo pesadamente boca abajo.
Una trató inútilmente de detener a la otra en aquel momento, trató de hacerlo hasta el último instante. Pero ya era tarde. Apuntaron hacia la cama y tiraron del gatillo, una, otra, otra y otra vez.
De los cuatro disparos, tres dieron en la espalda del hombre en la cama; la última bala quedó incrustada en la pared del dormitorio, por sobre la cabecera de la cama. Muda pista de una última disputa, de un forcejeo entre dos. Una lucha de la cual nadie se percataría. Una pista que no diría mucho que hablar y que simplemente figuraría en los registros policiales como un temblor en el pulso de la mano asesina.
Una limpió torpemente las huellas del revolver y pensó en huir del lugar en ese mismo momento. Pero no pudo. La otra había quedado allí, arrodillada, clavándola a ella también al piso, mirando a la cama inerte.
A.P.

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