sábado, 17 de octubre de 2009

Alucinaciones


Un hombre sediento iba caminando penosamente sobre la caliente arena de un desierto. En un momento tuvo una alucinación. A lo lejos vio un oasis de aguas claras y frescas. Se acercó a rastras y al llegar a lugar de su visión, sació su sed imaginariamente. Se refrescó. Descansó. Siguió caminando hasta su próxima alucinación.

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Al llegar a un punto del sendero, el caminante se dio cuenta de que había perdido el rumbo de su camino. Siguió caminando ladera abajo, luego una recta, luego un camino empinado. Tras horas de caminar, volvió a encontrarse en el mismo punto donde se había dado cuenta que perdió el rumbo. Se sintió aliviado.

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Se levantó esa mañana de tal mal humor que la luz de ese hermoso día lo irritó de sobremanera. De un movimiento brusco cerró las cortinas de la ventana y pasó varias horas a oscuras, pensando en que el mundo podía explotar allí afuera sin importarle. Con las horas, su humor fue atenuándose. Se sintió algo solo y sofocado, así que decidió abrir nuevamente las cortinas. Afuera había una oscuridad inmensa. Las cortinas se habían tragado toda la luz. Durmió con las cortinas abiertas esa noche, pero nunca más volvió a amanecer.

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Dos mujeres iban caminando por una vereda hablando efusivamente mal de otra persona. Más adelante, otra pareja, en la misma vereda, iba también hablando mal de otra persona. La persona de la que las dos mujeres hablaban mal, iba caminando por una calle de la ciudad, acompañada de otra persona, hablando mal de una de las dos mujeres. La persona de la que hablaba mal la segunda pareja estaba sola, caminando rumbo a su casa, pensando en las ganas que tenía de hablar mal de otra persona, que la pareja no conocía. Las dos mujeres que iban caminando por la vereda llegaron a una esquina donde cada una tomó su rumbo. Una vivía sola. La otra llegó a su casa y comenzó a hablar mal con su marido de la mujer de la que se había despedido.

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La pareja de amantes vivió días intensos de placer sexual durante un largo periodo. Para no dejar que muriera la pasión, cada uno comenzó a imaginar que el otro era otra persona en cada encuentro que tenían. La estrategia estaba dando resultado hasta que uno de ellos comenzó a imaginar que el otro era un amante con quien había vivido días intensos de placer sexual últimamente, y que se enamoraba. El otro pensó que sería una imaginación temporal nada más y siguió perdiéndose en otros cuerpos imaginarios.

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El joven inventor estaba dándole los retoques a su último invento. Entre sus creaciones se encontraban genialidades como: el velero que no necesitaba viento, el juego sin ganadores, el catarseador portátil, entre otros. Pero ahora sus ambiciones habían ido mucho más allá. Su último invento le daría algo que toda la humanidad había estado buscando durante siglos, el secreto más preciado: la máquina de la vida eterna. Parecía ya lista. Conectó ese cable al otro, sujetó mejor esos tornillos, le dio un pequeño lustre final a la manivela con el codo de su camisa. Pero algo falló. La máquina solo dio un pequeño destello, un pequeño quejido de hierros y volvió a detenerse. Sumamente perturbado cambió algunas piezas de lugar, confundido revisó nuevamente sus planos, alteró alguna fórmula. Llevaba cuatro noches sin dormir tratando de descifrar la falla. Unas pequeñas canas comenzaron a percibirse entre sus cabellos, dos arrugas se delinearon en su ceño fruncido de rabia y cansancio, las uñas le crecieron varios centímetros, una prominente barba comenzó a caer de su mandíbula. Las noches sin dormir siguieron. Las canas se hicieron más abundantes, mientras en su piel comenzaron a surgir manchas oscuras y la carne fue haciéndose cada vez más blanda. Su cuerpo ahora curvo seguía luchando contra la resistencia de las tuercas que cada vez se hacían más difíciles de ajustar. Cansado y viejo, a la décima noche, el anciano inventor se dio por vencido. Ya era tarde. Había inventado una máquina que succionaba el tiempo.

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Ella durmió con él esa anoche. Como otras veces, se citaron sin mayores explicaciones, bebieron algo y tuvieron sexo, entre juego y una especie de timidez, cómplice. Se besaron, se acariciaron, durmieron abrazados. Se salvaron un poco. Si alguien los hubiera visto hasta habría pensado que existía algo entre ambos. Pero nadie sabía de ellos. En realidad, eran dos polizontes encontrados en una misma huida. Por eso quizás, cuando dormía con él, ella sentía que extrañaba a otra persona. Extrañaba a alguien que no sabía bien quien. Alguien que amó o amaría, alguien que quiso con locura o querría. Una persona que le evocaba felicidad sin saber bien por qué. Alguien que pudo estar en un lugar o esparcido en todas las personas que conoció o conocería. Extrañaba y sufría un poco, mientras él le estiraba la sábana y suavemente giraba dejándole su espalda. Por la mañana desayunaron juntos. Ella rió como siempre con sus comentarios de cualquier cosa y sus ojos apenas se despegaban. El dijo que se iba. Se despidieron con un abrazo. Una tristeza extraña la envolvió en su puerta. Lo vio bajando por esa calle que amanecía, pero siguió extrañando a otra persona.

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Estaba escuchando un disco de Jimmy Hendrix solo en su cuarto. La música envolvía el lugar y rebotaba con furia contra los muebles y el techo, resbalándose entre el humo y volviendo. En ese momento percibió ese sonido extraño, como de un estallido lejano, un latido grueso, lento y único. Que increíble ese efecto como de explosión en Purple Haze, nunca lo había notado antes, pensó. Segundos después, la ola expansiva alcanzó su casa.

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Eran las 20:35. Estaba viendo la televisión en su casa cuando de repente se le cruzo en la cabeza ese plato de milanesas con ensalada de arroz de su infancia. Se levantó y fue hasta el local del Palacio de las milanesas, a la vuelta de su cuadra. Se acercó al mostrador y preguntó si su madre trabajaba allí.

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Cuando hojeó el diario esa mañana y en la página de las exequias figuraba su nombre con un mensaje de sus familiares expresando el inmenso dolor por la pérdida e inclusive una foto suya, se sintió morir.


Por mí, A.P., acá

martes, 6 de octubre de 2009

Una/Dos


La noche había sido, como tantas otras, de un tenso desvelo. Para ambas, el transcurso de todas esas horas arrastradas fue más que doloroso. El llanto picaba contenido en la garganta, pero hubiera sido todavía peor quebrar el silencio.
El día apareció por fin en la ventana. Una recibió la tenue luz en los ojos crispados, indefensos, pensando en por qué mierda todo, en cómo su vida se había convertido en aquel infierno.
La otra amaneció con ojos llenos rabia contenida. En esos ojos, también confusos, la ira se hacía sin embargo determinación. Ella no había elegido ese camino y por más que la vida la había empujado a ese laberinto del que no encontraba salida, no iba a soportarlo más.
Ambas se levantaron de la cama mareadas de sopor y angustia. Todavía retumbaban en el aire los gritos, los insultos; se enredaban en la cabeza las imágenes de miedo, todavía ardía en el rostro la marca púrpura de esa mano hostil.
Caminaron silenciosamente por el cuarto, moviéndose como fantasmas en la pesada penumbra. A su alrededor, los rastros de la noche: ropas desparramadas, una botella de whisky, pedazos de dolor por todas partes.
Se vistieron en silencio y salieron, y mientras iban a través de toda esa ciudad, a través de toda esa gente que las veía y no podía -ni podría- reconocerlas como una y otra, ambas sentían como sus historias se cruzaban y fundían. Se confundían las lágrimas en las mismas mejillas. Las manos de una eran las manos de la otra.
A veces la realidad tiene esos giros. Tantas vidas que se cruzan allí afuera. Tantas vidas en una sola y esas multiplicadas haciendo miles más. Si no, cómo explicar las horas posteriores, en que seres desconocidos se encuentran, se desdoblan y se unen en uno solo, en dos. Se comprenden y no. Se guían o simplemente se empujan.
Cómo explicar si no es por esos giros que, horas después, ambas, juntas, estuvieran retrocediendo las mismas calles, subiendo nuevamente las mismas escaleras hacia el 4 A, al mismo tiempo; que hayan cruzado juntas la sala hasta el armario, hasta la caja donde él guardaba aquel revolver.
Ambas tomaron el arma y se dirigieron silenciosamente al dormitorio, asfixiado aun de alcohol. En el medio del cuarto, sobre la cama, él seguía durmiendo pesadamente boca abajo.
Una trató inútilmente de detener a la otra en aquel momento, trató de hacerlo hasta el último instante. Pero ya era tarde. Apuntaron hacia la cama y tiraron del gatillo, una, otra, otra y otra vez.
De los cuatro disparos, tres dieron en la espalda del hombre en la cama; la última bala quedó incrustada en la pared del dormitorio, por sobre la cabecera de la cama. Muda pista de una última disputa, de un forcejeo entre dos. Una lucha de la cual nadie se percataría. Una pista que no diría mucho que hablar y que simplemente figuraría en los registros policiales como un temblor en el pulso de la mano asesina.
Una limpió torpemente las huellas del revolver y pensó en huir del lugar en ese mismo momento. Pero no pudo. La otra había quedado allí, arrodillada, clavándola a ella también al piso, mirando a la cama inerte.
A.P.